jueves, 24 de enero de 2013

Quizá haya heridas que no se curan.


Es tan simple, mirar un charco y ver el cielo, soñar con salir del barrio, con tener alas y escapar, en ese charco se vé el cielo más gris que de costumbre, levantar la cabeza y verlos a ellos, unos chavales que no tienen la culpa de nada atrapados en el mismo banco de siempre soñando con ser grandes.
Un día nos prometimos crecer, ser libres, ese día nos juramos no volver a ser corrientes, nos repetimos mil veces que todo sería desde abajo, cumplir un sueño después de quinientas pesadillas sonaba bien, tan bien... Con humildad como nos criamos pretendíamos morir, pero esas heridas no se curan, el charco cada vez se oscurece más y nosotros seguimos en el mismo banco mirándolo buscando un mínimo resquicio de esperanza, una mano que se nos tienda diciendo "adelante".
Necesitábamos una dósis de confianza, un ápice de amor propio, alguien que leyera el mensaje de SOS de nuestros ojos.
Pasando los días, los chavales del parque eran felices, tenían amor, un amor que sabían recompensar como un perro callejero que sacas de la calle y es agradecido a ti de por vida, esos chavales cada día suben un poco más y salen del parque, y yo noto que me quedo atrás esperando una mano que no llega y, al fin y al cabo, nadie puede hacer nada.
No hay nada más bonito que llegar arriba empezando de la nada, no hay nada más bonito que darle amor al bala perdida.

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